Tambaleante, se acerco a la orilla para bañarse. El fresco caudal despejo su mente obnubilada por la extrema debilidad. Lavo la inmundicia acumulada durante el prolongado sacrificio. Era su nueva partida. Estaba tan agotado, que salir del río le demando un esfuerzo enorme. Mientras estaba sentado arreglándose el cabello, una joven llamada Sujata, que venia de un pueblo cercano, se aproximo para ofrecerle un cuenco de arroz. Después del largo ayuno, Siddharta acepto de buena gana. Todo su cuerpo revivió. Descanso un poco y, recobrada en parte la energía, marchó en busca de un nuevo camino que lo condujera a la iluminación.
Siddartha, cuya túnica roja se había desteñido debido a los efectos del solo, dejo a Alara y comenzó a descender la montaña. En la mano sostenía el regalo que su maestro le había hecho: un cuenco de madera que utilizaban todos los ascetas para pedir limosna y satisfacer el deseo de quien deseaba ganarse un mejor karma dando comida a un asceta.
Tras un peligroso descenso por la montaña, luchando contra la atracción del abismo que se abría a sus pies, Siddartha prosiguió su camino a través de valles y llanuras, cuya hierba servia de bálsamo a sus doloridos pies.
Recorrió muchos kilómetros, buscando a través de numerosas aldeas, razas y creencias. En todas partes se detenía para hacer preguntas, que se quedaban sin respuesta.
Las preguntas lo condujeron a unos jardines donde encontró cinco yoguis, quienes reconocieron de inmediato su superioridad. Siddartha se sentó junto a ellos y se dispuso a buscar el Nirvana, el estado que trasciende el sufrimiento mediante la meditación. Los yoguis lo imitaron, meditando y ayunando.
El tiempo transcurrió lentamente, mientras el cuerpo de Siddartha se fue consumiendo hasta convertirse en un saco de huesos. La tierra giro alrededor del sol una y otra vez, pero pese a sus esfuerzos, Siddartha no lograba hallar las respuestas que buscaba. Al fin, desnutrido y muy debilitado, comprendió que ese no era el camino correcto. Como era posible que costara tantos esfuerzos y sacrificios encontrar la respuesta a una pregunta tan sencilla?
Siddartha abrió los ojos y contemplo la belleza de los verdes prados y los árboles Tala, cuyas abundantes hojas caían hasta el suelo. Contemplo el cielo, percibiendo el calor del sol y el canto de los pájaros. Al fin, cediendo ante las fuerzas de la naturaleza, comió un cuenco de arroz que le había dejado Sujeta, una joven aldeana que pasaba junto a el todos los días de camino al arroyo y que lo miraba embelesada.
Los yoguis, horrorizados al comprobar que había sucumbido a la tentación, rechazaron su presencia, negaron su superioridad, y siguieron ayunando.
Siddartha siguió caminando a través de unas marismas infestadas de insectos y enfermedades, campos, ciudades y países, los cuales padecían de los mismos males.
Al final, débil y fatigado, llego a un lugar donde la rojiza tierra y el polvo relucían como un espejismo. Un montón de rocas ocultaban la gruta donde decían que vivía Rudraka el yogui. Confiando en adquirir de el lo que los demás no habían podido proporcionarle, Siddartha retiro las rocas que ocluían la entrada y penetro en la oscura gruta.
Tras avanzar por un túnel que conducía a las mismas entrañas de la tierra, Siddartha llego a una magnifica gruta repleta de estalactitas e iluminada por millares de luciérnagas. A sus pies se extendía un lago subterráneo en cuyas placidas aguas se reflejaban todas las tonalidades de ocres de la tierra.
Sentado junto al lago, con las piernas cruzadas, había un anciano de porte majestuoso, con sus negros cabellos sujetos en una cola de caballo. Sus rasgados ojos, bajo unas cejas inexistentes, contemplaban unos misterios inaccesibles para el resto de los mortales. Su indumentaria consistía únicamente en un taparrabos de algodón marrón. Todo su ser exhalaba un aire mágico, como si fuera capaz de transformarse súbitamente en un dragón.
Al ver a Siddartha, Rudraka se levanto y se inclino ante el, con las manos unidas en actitud de oración.
-Hace tiempo que espero al iluminado.-dijo.
-Me envía Alara. He meditado y he ayunado.-dijo el joven príncipe con una sonrisa.-He renunciado a los placeres de la carne, he aprendido a dominar los deseos de mi cuerpo. Antes de iniciar mi búsqueda, había trascendido mi cuerpo, mi mente, mi conciencia, pero no conseguí fundirme con el océano, aunque se que puedo hacerlo.
Rudraka observo a Siddartha. Ante sus ojos estaba un joven que irradiaba una luz interior que empezaba a resplandecer. El asceta se acaricio la barbilla con aire pensativo.
-Existe cierto riesgo. El océano se extiende más allá de la nada. No tiene espacio, ni tiempo, ni ningún punto de referencia; todo se vuelve relativo.-
-Forma ya parte de mi ser.-respondió Siddartha.-Debo completar mi karma.-
Rudraka le indico que se colocara junto a el y, de pronto, como por arte de magia, apareció en la oscuridad un reflejo del joven príncipe. Fascinado, este contemplo su imagen reflejada.
-Primera profanación: la enfermedad.-dijo Rudraka con tono espectral.
De inmediato, el reflejo de Siddartha se transformo en una imagen de monstruosas enfermedades; su cuerpo perfecto apareció cubierto de llagas, heridas y cicatrices. Aunque horrorizado ante semejante espectáculo, Siddartha rechazo la pavorosa impresión que aquella imagen producía en su mente.
Al observar la reacción de Siddartha, Rudraka sonrió satisfecho.
-Segunda profanación: la vejez.-prosiguió el asceta.
La imagen de Siddartha cambio de nuevo y empezó a envejecer. A medida que el tiempo se apoderaba inexorablemente de su cuerpo, su rostro fue perdiendo el saludable colorido de la juventud y se volvió grisáceo; la piel empezó a marchitarse y arrugarse. Siddartha contemplo su futuro sin parpadear, sabiendo que se trataba de una visión temporal. Siguió observando la imagen, rechazándola y luchando con todas sus fuerzas contra las emociones que suscitaba en el.
Rudraka estaba satisfecho.
-Tercera profanación: la muerte.-concluyo el asceta.
Rápidamente, la imagen empezó a morir. Siddartha presencio la decadencia y muerte de su cuerpo sin alterarse, mientras sus rasgos adquirían un tono verdoso y el frío penetraba en sus miembros, haciendo que la sangre dejara de fluir por las venas y deteniendo los latidos de su corazón.
Siddartha sintió la rigidez de la muerte, el espasmo del corazón antes de que el alma abandonara el cuerpo, las tinieblas y la luz, la putrefacción de la carne. Recordó los ojos de un soldado agonizante despidiéndose de el, pero trato de dominar sus emociones hasta que, de repente, la imagen se convirtió en el cuerpo abrasado de Yashodara. En aquel momento sintió un intenso dolor, aunque se esforzó en no dejarse arrastrar por el. A pesar de que procuro ocultar sus emociones, el yogui advirtió el cambio que se había operado en el.
-El problema es el cuerpo.-declaro el anciano.
Las noches se prolongaron en una infinita oscuridad. Rudraka enseño a Siddartha el yoga que le había ayudado a adquirir sus conocimientos, el yoga que controlaba el mundo interior. Siddartha era un alumno dedicado, resuelto a asimilar y transformar las enseñanzas de su maestro en un len guaje que pudiera comprender y comparar su valor con el de la meta que se había propuesto alcanzar.
Siddharta tenía un fin, una meta única: deseaba quedarse vacío, sin sed, sin deseos, sin sueños, sin alegría ni penas. Deseaba morirse para alejarse de sí mismo, para no ser él, para encontrar la tranquilidad en el corazón vacío, para permanecer abierto al milagro a través del pensamiento puro; ese era su objetivo. Cuando su yo se encontrase vencido y muerto, cuando se callasen todos los vicios y todos los impulsos de su corazón, entonces tendría que despertar lo ultimo, lo mas intimo del ser, lo que ya no es el yo, sino el gran secreto.
Siddharta permanecía en silencio bajo el calor vertical del sol ardiente, lleno de dolor, de sed; y se quedaba así hasta que ya no sentía dolor ni sed. Permanecía en silencio bajo la lluvia. El agua corría desde su cabello hasta sus hombros que sentían el frío, hasta sus caderas y hasta sus piernas heladas; y el penitente continuaba así hasta que los hombros y las piernas ya no sentían frío, hasta que se acallaban. Se mantenía sentado en silencio sobre el zarzal hasta gotear sangre de la piel punzante y ulcerada. Y Siddharta continuaba erguido, inmóvil, hasta que ya no le goteaba la sangre, hasta que nada le punzaba, hasta que nada le quemaba.
Siddharta estaba sentado con rigidez y aprendía a ahorrar el aliento, a vivir con poco aire, a detener la respiración. Aprendía a tranquilizar el latido de su corazón con el aliento, aprendía a disminuir los latidos de su corazón hasta que eran mínimos, casi nulos.
Las prácticas ascéticas marcaron para Siddartha el comienzo de una lucha implacable consigo mismo, una batalla para lograr la iluminación perfecta y penetrante. Sus austeridades incluyeron ayunos prolongados, lechos de espinas, dormir en cementerios sobre los huesos de los cadáveres y comer basura. Muchas veces, al verlo inmóvil, con la respiración apenas perceptible, sus compañeros ascetas llegaron a pensar que había muerto. Los rigores que se imponía eran tan severos que nadie podía igualarlo en la práctica de austeridades.
El cuerpo de Siddartha se vio cruelmente afectado. Las costillas y las venas del pecho sobresalían dolorosamente. La suciedad ennegrecía una piel que la practica ascética había cubierto de llagas y heridas ulceradas El cabello y la barba, excesivamente largos, aparecían desaliñados. Solo los ojos, a pesar de estar inyectados en sangre, brillaban con inusual claridad y lucidez.
Durante varios años, se había dedicado a las austeridades, exigiéndose hasta los límites de lo soportable. Sin embargo, todos esos esfuerzos no habían producido el resultado anhelado. Se planteo este dilema:-“Buscar solo el placer sensual es una manera de vivir ruin y sin sentido, pero, acaso la prosecución de severas austeridades y mortificaciones me ha permitido lograr la verdadera iluminación? Es una practica inferior e inútil, porque solo me provoca dolor y sufrimiento.”-
-La virtud solo le alcanza mediante el sufrimiento.-dijo el asceta.-Al practicar una perfecta austeridad, alcanzaras las mas altas cotas espirituales.
-Pero y la raza humana?-pregunto Siddartha.
-Lamentablemente, la raza humana proseguirá su camino de sufrimiento, vejez y muerte.-contesto Alara.
Siddartha, sin embargo, no podía mostrarse indiferente al nefasto ciclo de nacimientos y muertes que aquejaba a los seres humanos.
-Si suponemos que la mortificación de la carne es un acto piadoso, cabe afirmar que hacer lo contrario, ceder la complacencia de los sentidos, es impío. Sin embargo,-continuo Alara.-el sacrificio se ve recompensado por la gratificación de los sentidos, por el placer, en la siguiente vida.-
-Así pues, la recompensa a la piedad es la impiedad.-observo Siddartha, desconcertado.-No lo comprendo. Si basta con abstenerse para ser santificado, todos los animales serian santos, así como los hombres pertenecientes a las castas inferiores, puesto que no pueden permitirse el lujo de ceder a los sentidos debería ser castigada. Sin embargo, la voluntad de ceder a los sentidos no es tenida en cuenta, de modo que no entiendo por que se premia la voluntad de abstenerse.
Los argumentos de Alara no convencían al joven Siddartha, quien se sentía incompleto. Consideraba que los conocimientos del anciano eran una faceta más de un esplendido diamante, pero ello no se traducía en unas soluciones prácticas. Los pensamientos, las privaciones y las imágenes grandiosas no explicaban, ni eliminaban, las raíces del sufrimiento humano.
No obstante, los días que paso junto al asceta fueron muy provechosos.
El anciano no se sorprendió cuando una mañana Siddartha le comunico su deseo de partir. Siempre había sabido que su función se limitaba a iniciar a Siddartha en la búsqueda, y que sus limitados conocimientos constituían tan solo una pequeña aportación al camino y a los logros del futuro maestro.
Comprendió que el ascetismo extremo no le permitía lograr lo que buscaba, y decidió abandonar ese camino.
Sin embargo, se había dedicado a ello con tanto fervor, que sus compañeros ascetas tenían la seguridad de que estaba a punto de alcanzar la iluminación. Su repentina partida los sorprendió muchísimo.
Pensaron:-Siddartha se ha corrompido.-
El respeto y la estima que habían sentido por el se convirtieron en desilusión y desprecio.
Siddartha abandono el bosque y se dirigió al río Nairanjana. La luz del solo reverberaba en las hojas de los árboles y cubría de pequeños diamantes la superficie del agua.
A medida que se aproximaba a su meta, la nieve y las rocas asumieron la dimensión de Siva, el destructor cíclico de la naturaleza, que danzaba suspendido en la gélida atmósfera, haciendo que las nubes se mezclaran con la nieve. Siddartha contemplo fascinado su gracia y su belleza. De pronto, se desvaneció. Agotado, Siddartha se apoyo en la roca, pero cuando estaba a punto de quedarse dormido apareció la gigantesca silueta de Brahma, recordándole que las fuerzas de los dioses serian salvadas por la gracia de Buda. Las risas de los dioses sonaban como el tañido de una campana de plata que se confundía con el silbido del viento. Al fin, Siddartha cayó profundamente dormido. Durante el sueño, los dioses le infundieron fuerzas para resistir.
Al final del desierto, el terreno comenzó a inclinarse imperceptiblemente hacia las montañas... De golpe, la temperatura descendió. Siddharta empezó a trepar por entre unas coníferas y unos elevados pinos, acompañado por el canto de los pájaros, hacia la cima de la montaña, cubierta por un espeso manto blanco.
El tiempo cambio bruscamente. El viento comenzó a soplar con fuerza, azotándole el rostro, pero Siddartha continuo escalando la abrupta pendiente hasta que el cansancio y la tormenta lo obligaron a refugiarse en una cueva en la montaña, cayo dormido.
Al amanecer, Siddartha reanudo la escalada. Al fin, haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, alcanzo la cima del Himavat y cayo desvanecido. Sobre la sagrada montaña volaban extrañas criaturas, mitad águila y mitad hombre. Eran los Garudas, emisarios de Visnu, señor de la preservación. Uno de ellos se poso junto al cuerpo inerme de Siddartha y comenzó a darle golpecitos con el pico para reanimarlo.
Siddartha alzo la cabeza y vio el águila, que le observaba extrañada, pues ningún hombre visitaba jamás esas regiones.
Tras grandes esfuerzos, Siddartha se incorporo; el águila remonto el vuelo y desapareció entre las nevadas cumbres. El príncipe la observo con envidia. A sus pies se extendía una vasta meseta cubierta de nieve.
Unos alces blancos lo observaban tímidamente desde su escondrijo. Los negros ojos de los linces seguían todos sus movimientos.
En el centro de la meseta se alzaba un magnifico palacio de hielo, cuyas elevadas torres rozaban el cielo. Siddartha se dirigió hacia el. El transparente edificio reflejaba los rayos del sol y los dispersaba formando un amplio arco s.
Iris.
Al pie del arco iris, ante la puertas del palacio se hallaba Alara Kaluman, el asceta.
El anciano poseía unos rasgos típicamente tibetanos, de ojos rasgados y pronunciados pómulos. Llevaba el cabello recogido en unos moños y una larga túnica amarilla. De pronto, Siddartha recordó haber visto un rostro similar al suyo durante sus primeros meses de vida.
El asceta, al observar el maltrecho aspecto de Siddartha, asintió complacido, pues solo la austeridad y el sufrimiento conducían a la sabiduría y a la felicidad. Alara contemplo con satisfacción y alegría al recién llegado.
-Tengo la fortuna de haber sido elegido para iniciar al señor de la rueda en los misterios de las leyes.-declaro.
El intercambio de lecciones, pensamientos y conocimientos comenzó de inmediato. Los dos hombres trabajaban juntos mientras Siddartha sometía su mente y su cuerpo a una rígida disciplina. Rechazaba toda comida preparada por el hombre, tan solo ingería frutas y raíces que le traían las aves.
Siddartha pasaba horas sentado en la posición del loto, sobre la nieve, noche tras noche, frente a Alara, a fin de aprender a dominar su cuerpo. Alara le enseñaba los valores del rigor y la austeridad.
La mirada se le tornaba fría cuando una mujer cruzaba por su camino; la boca expresaba desprecio cuando atravesaba una ciudad con personas vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes y vio cazar a los príncipes; presencio el llanto de los familiares de un difunto; vio a las prostitutas ofrecerse, a los médicos preocuparse por los enfermos, a los sacerdotes determinar el día de la siembra. Observo el amor de los amantes, a las madres amamantar a sus hijos. Y todo ello no era digno de la mira de sus ojos. Todo mentía. En todo había hedor a hipocresía. La belleza, la felicidad, solo eran ilusiones de los sentidos. Todo terminaría en la putrefacción final. El mundo era amargo; la vida dolor.
Cierto día, el rey Bimbisara de Magadha vio a un joven que caminaba por la ciudad pidiendo limosna. El rostro era gentil y noble, y sus ojos parecían brillar con aguda sabiduría, inteligencia y coraje. Impresionado por tan digno y gallardo porte, el rey visito al joven en su morada, al pie del monte Pandava. Allí, Siddharta, que de el se trataba, recibió al soberano y escucho estas palabras dichas con la máxima cortesía:
-Usted me parece una persona de noble cuna. Para ser honesto, la razón por la que he venido es que me gustaría que alguien como usted dirigiera mi ejercito. A propósito ¿de qué familia proviene?-
Siddharta parecía estar a menudo cerca del mundo celestial, pero nunca lo había alcanzado completamente. Jamás había saciado la última sed.El gobernante de Magadha, uno de los reinos más poderosos de la época, había ido a pedir, humildemente, los servicios del joven. Pero Siddharta respondió con calma:
-Pertenezco a los Shakyas, los descendientes del sol, una tribu que vive al pie del Himalaya. Pero he abandonado mi hogar para entrar en la vida religiosa. He renunciado a todos los honores y títulos seculares. Por lo tanto, lamentablemente, no puedo acceder a vuestro pedido.”-Le explico al rey que su objetivo era lograr la verdadera iluminación para poder solucionar los sufrimientos que nacen de la transitoriedad de la existencia humana. Al escucharlo, el rey Bimbisara supo que no podría disuadirlo.
Después de reflexionar acerca de su aprendizaje, Siddharta acudió a un sabio ermitaño brahmán, de quien se decía que era maestro de meditación yoga. Se creía que mediante esa practica, las personas podían liberar al espíritu puro, no contaminado, de los apegos materiales. Por ese medio, el sabio ermitaño, a quien Siddharta había escogido como primer maestro, había logrado llegar a la etapa conocida como “el reino en el que nada existe”: un estado de vacuidad en el que uno esta libre de todos los apegos mundanos. Bajo su guía, Siddharta se dedico a la practica y, en breve tiempo, loro el mismo nivel que su maestro. Sin embargo, sintió que la enseñanza no le brindaba la solución a las preguntas sobre la vida y la muerte. Busco otro maestro, también ermitaño, cuya experiencia en meditación yoga le había permitido alcanzar “el reino en el que no existe ni el pensamiento ni el no pensamiento”, un estado en el que no había actividad mental. Una vez más, Siddharta domino con rapidez esa práctica, pero ella tampoco le permitió concretar su propósito. La vejez, la enfermedad y la muerte son sufrimientos reales que atormentan a los seres humanos. Siddharta sintió que la iluminación de esos maestros, para quienes la meditación se había vuelto un fin en si misma, era inútil por completo para brindar soluciones al acuciante problema de la vida y de la muerte. Pensó: -Esta no es la clase de iluminación que estoy buscando. Quiero lograr la verdadera, la que libera a la gente de los sufrimientos de la vejez, la enfermedad y la muerte.-Siddharta abandono a su segundo maestro para continuar la búsqueda de la verdadera iluminación, y trato de hallar un lugar tranquilo para dedicarse a la práctica de las austeridades. Llego al pueblo de Sena, en el distrito de Uruvela, situado a orillas del río Nairanjana, que corría al oeste de Rajagriha. La ciudad tenia un hermoso bosque con un follaje desbordante, y Siddharta lo eligió para comenzar las austeridades. Muchos ascetas habitaban allí con el mismo propósito. Un día, por la ciudad de Siddharta pasaron unos samanas, ascetas peregrinos; eran tres hombres enjutos y cansados, ni viejos ni jóvenes, con los hombros ensangrentados y llenos de polvo, casi desnudos, abrasados por el sol, solitarios extraños y flacos chacales en un reino de hombres.
En aquellos días, era creencia común en la india que el cuerpo estaba contaminado y que solo el espíritu era puro. Puesto que el cuerpo tenia cautivo al espíritu, se pensaba que castigando y debilitando la parte física, se podía lograr la libertad espiritual.
Comió solamente una vez al día y nunca alimentos cocinados. Ayuno durante quince días. Ayuno durante veintiocho días. La carne desapareció de sus muslos y mejillas. Sueños extraños aparecían ante sus ojos dilatados; en sus huesudos dedos crecían largas uñas, y del mentón le nacía una barba hirsuta y enmarañada.
El sol se reflejaba en el hielo y le arrancaba todos los colores del arco iris. Mas arriba, los glaciares se erguían como dioses.
Siddartha se despertó aterido de frío. El resplandor del cielo lo deslumbraba.
El dolor y el hambre lo atenazaban. Comenzó a trepar fatigosamente por el glaciar, utilizando una piedra para crear unos agarraderos en la pronunciada y helada pendiente. Al fin alcanzo la cima de la montaña, azotada por el viento. A su alrededor resplandecían los picos helados del Himalaya, recortándose sobre el intenso azul del cielo. Siddartha se detuvo unos instantes para contemplar el impresionante paisaje que se divisaba desde la cima.
Más arriba se erguía el pico de Himavat, un titán entre gigantes.
Tratando de adaptarse a los diferentes cambios que su naturaleza, su alma y su mente iban experimentando a medida que proseguía su camino, Siddartha continuo trepando por la helada pendiente. Al alcanzar un saliente debajo de la cima del Himavat, se detuvo unos minutos a descansar. Estaba extenuado y tenia las manos cubiertas de llagas.
A solas en sus aposentos privados, donde solo quedaban unas pocas esteras y su lecho, en medio del palacio vacío, el rey Suddhodana acaricio el pergamino que le había entregado su hijo. El sol resplandecía sobre su devastado reino, mientras el monarca trataba de hacer el balance de su vida.
Suddhodana se detuvo unos instantes antes de leer el pergamino. Sabía que esas eran las últimas palabras que su hijo le dirigiría en mucho tiempo. El rey se encontraba en un momento crítico de su vida, sabia que debía hallar otros motivos, otras premisas. El pasado estaba muerto y enterrado. La vida continuaba. Podía reconstruir Sakya, pero los muertos jamás resucitarían. Sus ejércitos recuperarían Sakya y aplastarían a los josalas. Luego, podría dedicarse a vivir en paz esperando a que los acontecimientos se fueran desarrollando… Y discutiendo con Asvapati.
Suddhodana desdoblo lentamente el pergamino y leyó:
“Querido padre, los hombres sabios han estudiado y analizado todo cuanto existe: la creación, los dioses, la fantasía, el poder, el bien y el mal. ¿Pero de que sirve conocer todas esas cosas? Si todavía no han descubierto la respuesta a preguntas como: ¿Por qué he de sufrir? ¿Por qué sufren los demás? No pretendo menospreciar los trabajos realizados por hombres como nuestro brahmán. Sin embargo, su luz es una luz reflejada, no el resplandor del sol, y sus palabras son meros ecos de unas palabras pronunciadas por otros. Tiene que existir algo más, algo nuevo, algo que proporcione paz. Padre, siempre has sabido que un día me marcharía. Pero cuando regrese de ser el rey de reyes, como tú deseabas. Te ofreceré el don de comprender los motivos del sufrimiento del hombre…”
Siddartha guardaba en su corazón esa nostalgia, esa añoranza por el verdadero sentido de la vida. No es que anduviera cual alma en pena, solo se manifestaba cuando los demás dejaban de entretenerlo, cuando no lo distraían. Los que lo rodeaban, vivían para distraer a Siddartha de lo problemático y fatídico de la vida. Intentaban en vano, hacerlo vivir en una jaula de oro. No sabían que nunca se puede tener encerrado y contenido a un espíritu libre. Es tan inútil como intentar frenar una ola con las manos. No se puede encerrar lo que es libre por naturaleza.
Atrás quedaban el padre, a quien tanto debía, la amada esposa y el hijo. La separación desgarro el alma del joven príncipe; pero, en su interior, ardía una llama aun más poderosa, cuya intensidad eclipso el dolor.
Se dirigió al sur, a través del reino de Koliya, y cruzo el río Anouma. Allí se quito todas las prendas y ornamentos que podían identificarlo como príncipe y las entrego a su asistente, junto con las riendas de su caballo favorito. Se cortó el cabello con el filo de su espada, se volvió hacia su acompañante y le dijo:
-Ahora, seguiré solo. Por favor, regresa al palacio y diles a mi padre y a mi esposa que no volveré a Kapilavastu hasta que haya logrado el objetivo que me propuse al abandonar la vida secular.-
Desde ese momento viajaría como mendicante religioso. Al pensar en los rigores que aguardaban al príncipe en su búsqueda solitaria, los ojos del ayudante se llenaron de lágrimas.
Siddartha sonrió bondadoso, pero le ordeno con severidad:
-Ve! Asegúrate de repetir exactamente lo que te he dicho.-
Con el corazón dolorido, pero impotente ante las circunstancias, el asistente regreso a Kapilavastu.
Siddartha decidió ponerse en marcha hacia Rajagriha (actualmente Rajgir, situada a unos cincuenta kilómetros al noreste de Gaya.), capital del poderoso reino de Magadha, que estaba a unos seiscientos kilómetros de Kapilavastu y era el centro de una nueva y floreciente cultura.
La India de aquellos días estaba experimentando cambios dramáticos. Los brahmanes, la clase sacerdotal que ocupaba el escalón mas elevado de las cuatro castas, habían tenido, hasta ese momento, el derecho exclusivo para decidir en asuntos religiosos y para oficiar las ceremonias basadas en los textos brahmánicos sagrados: los Vedas. Esto los había investido de enorme autoridad. Sin embargo, la corrupción y la decadencia que minaban sus estructuras comenzaron a debilitar su posición.
A su vez, la expansión territorial había comenzado a concentrar más poder en manos de las dos clases sociales que le seguían en importancia: los Kshatriyas, la clase de los nobles y los guerreros, que estaban a cargo del gobierno y de los asuntos militares, y los Basillas, comerciantes, terratenientes y artesanos que prosperaban merced al comercio. La influencia combinada de ambas represento una amenaza creciente para la autoridad de los brahmanes. Esas clases no solo desafiaron el pensamiento tradicional de que el destino humano estaba determinado por los dioses y los rituales, sino que comenzaron a criticar la propia autoridad religiosa.
También dentro del Brahmanismo comenzó a surgir una nueva línea de pensamiento que veía al destino humano como resultado de las acciones buenas o malas de las personas.
La inquietante transición de una época a otra siempre va acompañada de un nuevo pensamiento y ve surgir una filosofía inédita.
En tiempos de Siddartha, se produjo la aparición de numerosos pensadores liberales que repudiaron la enseñanza tradicional. Para distinguirlos de los brahmanes, se los llamo Shramana, que significa “el que se esfuerza incansablemente en la búsqueda del camino.”
Las escrituras budistas hacen referencia a los seis maestros no budistas, que fueron los más prominentes de ese grupo. Makkhali Gosala, Purana Kassapa, Ajita Kessakambala, Pakudha Kaccayana, Sanjaya Velatthiputta y Nigantha Nataputta. El más famoso es Nigantha Nataputta, fundador del jainismo. Ellos socavaron la exclusiva autoridad de los brahmanes en asuntos religiosos, una facultad que, hasta entonces, nadie había osado cuestionar. Uno de estos maestros reformistas rechazo todos los conceptos de moralidad, y sostuvo que el bien y el mal eran meros artificios creados por el hombre. Otro enseño una forma extrema de fatalismo. Y un tercero expuso una filosofía materialista, al afirmar que los seres humanos, cuando mueren, simplemente regresan a la nada. Estos reformadores fueron radicales en extremo, y sus teorías contenían un fuerte elemento nihilista.
Siddartha no estaba de acuerdo con esas filosofías extremistas. Al llegar a Rajagriha, la capital de Magadha, sin duda considero cuidadosamente la elección de un maestro que lo ayudara a buscar la iluminación y le permitiera resolver los sufrimientos humanos fundamentales: la vejez, la enfermedad y la muerte.