viernes, junio 29, 2007

43-Alara Kaluman.

A medida que se aproximaba a su meta, la nieve y las rocas asumieron la dimensión de Siva, el destructor cíclico de la naturaleza, que danzaba suspendido en la gélida atmósfera, haciendo que las nubes se mezclaran con la nieve. Siddartha contemplo fascinado su gracia y su belleza. De pronto, se desvaneció. Agotado, Siddartha se apoyo en la roca, pero cuando estaba a punto de quedarse dormido apareció la gigantesca silueta de Brahma, recordándole que las fuerzas de los dioses serian salvadas por la gracia de Buda. Las risas de los dioses sonaban como el tañido de una campana de plata que se confundía con el silbido del viento. Al fin, Siddartha cayó profundamente dormido. Durante el sueño, los dioses le infundieron fuerzas para resistir.
Al final del desierto, el terreno comenzó a inclinarse imperceptiblemente hacia las montañas... De golpe, la temperatura descendió. Siddharta empezó a trepar por entre unas coníferas y unos elevados pinos, acompañado por el canto de los pájaros, hacia la cima de la montaña, cubierta por un espeso manto blanco.
El tiempo cambio bruscamente. El viento comenzó a soplar con fuerza, azotándole el rostro, pero Siddartha continuo escalando la abrupta pendiente hasta que el cansancio y la tormenta lo obligaron a refugiarse en una cueva en la montaña, cayo dormido.
Al amanecer, Siddartha reanudo la escalada. Al fin, haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, alcanzo la cima del Himavat y cayo desvanecido. Sobre la sagrada montaña volaban extrañas criaturas, mitad águila y mitad hombre. Eran los Garudas, emisarios de Visnu, señor de la preservación. Uno de ellos se poso junto al cuerpo inerme de Siddartha y comenzó a darle golpecitos con el pico para reanimarlo.
Siddartha alzo la cabeza y vio el águila, que le observaba extrañada, pues ningún hombre visitaba jamás esas regiones.
Tras grandes esfuerzos, Siddartha se incorporo; el águila remonto el vuelo y desapareció entre las nevadas cumbres. El príncipe la observo con envidia. A sus pies se extendía una vasta meseta cubierta de nieve.
Unos alces blancos lo observaban tímidamente desde su escondrijo. Los negros ojos de los linces seguían todos sus movimientos.
En el centro de la meseta se alzaba un magnifico palacio de hielo, cuyas elevadas torres rozaban el cielo. Siddartha se dirigió hacia el. El transparente edificio reflejaba los rayos del sol y los dispersaba formando un amplio arco s.
Iris.
Al pie del arco iris, ante la puertas del palacio se hallaba Alara Kaluman, el asceta.
El anciano poseía unos rasgos típicamente tibetanos, de ojos rasgados y pronunciados pómulos. Llevaba el cabello recogido en unos moños y una larga túnica amarilla. De pronto, Siddartha recordó haber visto un rostro similar al suyo durante sus primeros meses de vida.
El asceta, al observar el maltrecho aspecto de Siddartha, asintió complacido, pues solo la austeridad y el sufrimiento conducían a la sabiduría y a la felicidad. Alara contemplo con satisfacción y alegría al recién llegado.
-Tengo la fortuna de haber sido elegido para iniciar al señor de la rueda en los misterios de las leyes.-declaro.
El intercambio de lecciones, pensamientos y conocimientos comenzó de inmediato. Los dos hombres trabajaban juntos mientras Siddartha sometía su mente y su cuerpo a una rígida disciplina. Rechazaba toda comida preparada por el hombre, tan solo ingería frutas y raíces que le traían las aves.
Siddartha pasaba horas sentado en la posición del loto, sobre la nieve, noche tras noche, frente a Alara, a fin de aprender a dominar su cuerpo. Alara le enseñaba los valores del rigor y la austeridad.
La mirada se le tornaba fría cuando una mujer cruzaba por su camino; la boca expresaba desprecio cuando atravesaba una ciudad con personas vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes y vio cazar a los príncipes; presencio el llanto de los familiares de un difunto; vio a las prostitutas ofrecerse, a los médicos preocuparse por los enfermos, a los sacerdotes determinar el día de la siembra. Observo el amor de los amantes, a las madres amamantar a sus hijos. Y todo ello no era digno de la mira de sus ojos. Todo mentía. En todo había hedor a hipocresía. La belleza, la felicidad, solo eran ilusiones de los sentidos. Todo terminaría en la putrefacción final. El mundo era amargo; la vida dolor.

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