El hermoso cuerpo de Yasodhara se movía, como sumido en un éxtasis, entre las llamas, mientras el fuego lo iba devorando hasta dejar solo los restos del abrasado esqueleto. La doncella de Yasodhara y las curanderas, vestidas de blanco en señal de luto, arrojaron unas flores rojas a las llamas, para que la belleza y la vida ardieran juntas. Las flores crepitaban y estallaban antes de quemarse, con la velocidad con que se consume una vida apasionada.
Suddhodana sintió lastima de Ananda, pues el joven necesitaba la amistad y el consuelo de su amigo, pero Siddartha se había aislado y replegado en su dolor.
Siddharta contemplaba el cuerpo abrasado de su esposa con la misma mezcla de terror y deseo que había experimentado Suddhodana; el calor, la desnudez y la negativa a aceptar lo inevitable provocaban un intenso deseo. Un cuerpo humano tarda mucho en quemarse por completo, pero algunos preferían aguardar hasta comprobar que había quedado reducido a cenizas.
La ceremonia no finalizo hasta que las últimas ramas se apagaron. Todo había desaparecido: las ramas, el cuerpo de Yasodhara, su vestido; solo quedaba un montón negro de cenizas. Siddharta miro a su padre, angustiado, y dijo:-Debo hablar contigo, padre. Vámonos de aquí.-
Padre e hijo abandonaron el patio en silencio.
Toda su vida, de niño y mas tarde de adulto, cuando Siddharta sentía la necesidad de sincerarse o resolver una cuestión de vital importancia, su padre y el subían a la torre vigía para conversar. Su padre lo escuchaba atentamente. ¿Como no iba a sentirse Suddhodana conmovido y divertido el día en que Siddharta, que a la sazón tenia nueve años, le pidió que promulgara una ley que prohibiera la caza? había mirado a su padre fijamente, exigiéndole que atendiera su petición. Esta noche, Suddhodana sabía lo que su hijo iba a decirle.
Subieron la escalera que conducía a la cima de la torre.
Las nubes se habían disipado y el cielo estaba sereno. La luna y las estrellas parecían más cercanas, pero el rey y su hijo permanecían con la cabeza inclinada y los ojos clavados en el suelo.
-Debes poner a tu hijo el nombre...-empezó a decir el monarca.
-Lo llamare Rahula.-
-Pero eso significa obstáculo!-protesto el anciano rey. Miro a su hijo y comprobó con pesar que el príncipe parecía haber envejecido.
-Nada de eso tiene importancia, padre.-respondió Siddharta.-La vida, el poder, la guerra... no puedo seguir así. Tengo que marcharme. Tú asumirás el mando de las tropas de Magadha. En realidad, ya me marche hace tiempo.-añadió el príncipe, alzando la vista y contemplando las estrellas.
El rey lo miro, sabiendo lo que iba a decirle. La realidad, la verdad habían salido por fin a la luz. Era imposible seguir negando la evidencia.
Mientras paseaban por la torre, Suddhodana dijo:-Todos experimentamos sufrimiento y dolor en ocasiones. Yasodhara descansa en paz; su espíritu vuela libre como un águila. El tiempo lo cura todo. Espera un poco... Quiero intentar hacerte feliz. Te daré cuanto me pidas.-
Siddharta sacudió la cabeza.
-Padre,-dijo suavemente.-no puedes darme lo que yo deseo. Debo encontrar una solución a mi inquietud, a esta constante insatisfacción...-
El rey se preguntaba si no habría sido el quien había empujado a su hijo a tomar ese camino. En su calidad de rey, siempre había tomado decisiones guiado por otras prioridades. Suddhodana se sentía derrotado, tan insignificante como un simple eslabón en una cadena infinita. Siguieron paseando hasta llegar a la estatua de Brahma, situada al norte, que custodiaba el camino hacia el Himalaya, el hogar de los dioses. Los dioses también formaban parte de esa cadena, aunque eran unos eslabones más grandes e importantes. Suddhodana miro la estatua y le pareció que Brahma le sonreía. Debía ser cosa de su imaginación. Se estaba haciendo viejo.
Padre e hijo se detuvieron frente a la estatua. Siddharta miro a su padre con cariño y pesar. Luego, sonriendo, saco un pergamino y se lo entrego.
El monarca suspiro, resignado. Ante lo inevitable, la resignación le ayudaba a ver el lado positivo del asunto. Suddhodana miro a su hijo con orgullo y dijo-Serás Buda.-
Una vez tomada la decisión, Siddharta se sintió mas animado. Nadie, ni el mismo, sabía lo que le deparaba el destino. Anuncio que deseaba partir en busca de una solución para todos, en busca del Nirvana. A los habitantes de Sakya les costaba creer que existiera una solución.
Los gallos empezaron a cantar. Ananda, que no había pegado un ojo en toda la noche., estaba apoyado en el repecho de la ventana que daba al patio, esperando ver por última vez a su amigo de la infancia, el hombre camaleónico.
Las nubes se disiparon, anunciando un hermoso día. Los pájaros cantaban alegremente en los árboles. Los escasos habitantes del palacio aun dormían. El patio estaba cubierto de cenizas y el olor a fuego impregnaba la atmósfera.
Siddharta y Chandaka, que tenia el don de estar siempre en el lugar adecuado en el momento oportuno, salieron de los establos montados a caballo. Al verlos atravesar las puertas de la ciudad, Envueltos en la neblina, Ananda sintió un profundo dolor en su corazón.
Tras dejar atrás la ciudad, Siddharta y Chandaka cabalgaron en silencio a través del valle y los impetuosos torrentes, hasta llegar al pie de una montaña. Siddharta desmontó y abrazo a su amado caballo, Jantaka. El animal lo miró con tristeza, desconcertado ante el abandono de su amo, con el que había compartido tantas aventuras.
Siddharta se quito la ropa y las joyas. El y Chandaka se miraron, pero las palabras sobraban. Luego, ataviado únicamente con un dhoti rojo, Siddharta entrego todas sus pertenencias, excepto el puñal, a Chandaka.
-Toma. Ya no necesitare todo esto.-dijo con firmeza.
Tras estas palabras, se volvió para contemplar las montañas con unos ojos claros y límpidos como el cielo. A continuación tomo el puñal y se corto la larga cabellera, que cayo al suelo formando un grueso tapiz negro. Jantaka, asustado ante la extraña conducta de su amo, comenzó a relinchar. Concluido el ritual, Siddharta devolvió el puñal a Chandaka. Luego acaricio el suave morro del animal, conmovido ante el valor y la lealtad que le había demostrado siempre. -Sabe que tengo que dejarlo.-dijo Siddharta con voz entrecortada, revelando el pesar que sentía en aquellos momentos.
Siddharta miro a su amigo de la infancia, al hombre que lo había acompañado a la caverna, el hombre, que, por amor a el, había desobedecido al rey para llevarlo en presencia de su nodriza. Al evocar aquellos gratos recuerdos, sonrió.
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