Todos miraron a Virudaja, convencidos de que rechazaría el desafío de Siddharta. Pero ante el asombro de los presentes, no vacilo en aceptar.
-Cómo propones que midamos nuestras fuerzas?-pregunto el joven príncipe de Josala.
-En la justa del puente vivo.-respondió con simpleza Siddharta.
Balbuceando, el príncipe Virudaja contesto:-Eso no es un desafío, sino un suicidio. Nadie ha participado en esa justa desde...-
El rey Prasenajit se volvió hacia su hijo, que se había convertido en el centro de todas las miradas.
Al fin, Virudaja esbozo una sonrisa forzada y contesto:-Dadas las circunstancias, no puedo negarme. Es mas, me apetece medir mis fuerzas con el príncipe Siddharta.-
Se había comprometido y ya no podía cambiar de parecer. Virudaja alzo con mano temblorosa su copa y la vació de un trago. Después de la insoportable tensión que habían padecido, los asistentes, deseosos de salir de allí, se levantaron simultáneamente, poniendo fin a la velada.
Todos los comensales querían abandonar el salón de banquetes lo mas rápidamente posible, de manera que entre todo el tumulto nadie notó la desaparición de los tres jóvenes sakyas.
Al ir a la ciudad, se detuvieron ante el edificio blanco, escuchando los angustiosos lamentos que procedían del interior. Ananda deseaba marcharse de allí, pero Siddharta era terco como una mula.
Alrededor de la inmensa puerta en forma de rueda había unos exquisitos frescos que evocaban la vida y las creencias de los brahmanes. Los tres amigos contemplaron admirados aquella obra de arte, que ponía de manifiesto la grandeza de la civilización y el profundo significado de los ciclos eternos de la justicia y la reencarnación. Era el drama, la ley universal, que constituía la base de su existencia.
Chandaka levanto el pestillo de la puerta y, con ayuda de Siddharta, la empujo con todas sus fuerzas hasta que el batiente cedió.
Rodeados de unos desgraciados y grotescos seres que los miraban aterrados, incapaces de gritar, pues la enfermedad que los carcomía había atacado incluso sus cuerdas vocales. Sus repulsivos rostros y cuerpos, cubiertos de llagas y pústulas, estaban apenas protegidos por una mugrientas vendas. Se hallaban en el patio de los malditos, los intocables.
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