sábado, febrero 05, 2005

18-Los intocables.

El aire estaba impregnado de un olor nauseabundo. Siddharta y sus amigos contemplaron horrorizados la desesperación que se leía en los ojos de aquellos pobres seres desahuciados. Tenían la piel de un color verdoso, transparente, como si estuvieran a punto de morir.
-Me pregunto que atrocidades habrán cometido en sus vidas anteriores para merecer esto.-murmuro Chandaka.-Deben de haber sido unos asesinos, unos parricidas.-
Se trataba de otro tipo de existencia, regida por unas leyes completamente distintas.
De pronto, Siddharta se fijo en una mujer sentada en el suelo, que sostenía a su hijo en brazos. Era muy joven, pero estaba totalmente desfigurada. No obstante, sus ojos brillaban de amor y esperanza. Era muy frágil, tímida. Siddharta se acerco a ella, pero antes de que alargara la mano, Ananda grito:-No la toques! La ley lo prohíbe.-
Siddharta y la mujer se volvieron hacia Ananda, perplejos. Siddharta sintió en su corazón una mezcla de rabia y ternura. Que ser humano tendría la fuerza, el valor de tocar a una de esas criaturas?
Suavemente, Siddharta respondió:-Una ley que permite esto no tiene derecho a prohibirme nada.-
Ananda sintió que unas gotas de sudor se deslizaban por su espalda. El tiempo apremiaba y temía que alguien descubriera su ausencia. Al fin, no pudo soportarlo mas y salió precipitadamente. Una vez fuera, se sentó en la puerta y rompió a llorar como un niño. Al cabo de unos minutos salió Chandaka.
-Hacen bien en ocultar tanto horror.-dijo Ananda.-Es insoportable. Yo no soy Siddharta. No poseo su sangre fría ni su morbosa curiosidad. No tengo el deseo, ni la fuerza moral, de presenciarlo. No consigo borrar de mi mente esas espantosas imágenes.-
Ananda se interrumpió, presintiendo la presencia de Siddharta. El príncipe le acaricio la cabeza mientras contemplaba abstraído el horizonte, tan lejano, tan inaccesible. Chandaka se había replegado en sí mismo, como hacia siempre que presenciaba algo que le disgustaba.
Agotado, Siddharta se detuvo a descansar en la plaza. Ananda se sentó junto a él. Los dos permanecieron en silencio, mientras los comerciantes del mercado vendían sus sedas, bandejas de plata, jarrones, trigo, incienso, té, piedra y metales tras un incesante regateo con los compradores. Siddharta y Ananda los observaban atonitos, convencidos de que todos los josalas estaban corroídos por la codicia.
Sdiddharta contemplo a los mendigos, medio ocultos tras los vendedores de trigo. Un pobre anciano, apoyado en un bastón, miraba con tristeza un saco que se había roto, derramando sobre el barro su precioso contenido.
El anciano hizo una seña a una niña que estaba junto a él. Cuando esta se acerco, le murmuro unas palabras al oído y le entrego un cuenco. La niña se dirigió tímidamente al saco de trigo que estaba roto y, tras cerciorarse de que no la miraba nadie, coloco el cuenco debajo para recoger los granos que caían. De pronto, un noble elegantemente vestido, cliente del vendedor de trigo, dio un empellón a la niña y le arrebato el cuenco. Siddharta se abalanzo sobre el desalmado individuo y le arranco el cuenco de las manos.
Desconcertado, el noble decidió no discutir con aquel hombre que se había comportado de forma tan extraña, pero que tenia aspecto de ser un importante personaje. Sin pronunciar palabra, observo a Siddharta mientras este llenaba el cuenco y se lo devolvía a la niña, que lo miró como si se tratara del mismísimo Brahma.
El día siguiente trajo nuevas cosas, como el regreso a Sakya, al hogar.
A consecuencia de los hechos acaecidos en Josala, el rey ordenó que todos los hombres del reino recibieran instrucción militar, pues la guerra estaba a la vuelta de la esquina.
Siddharta y Ananda practicaban a solas en la zona reservada a los entrenamientos intensivos. El solo brillaba débilmente en el cielo azul cobalto. Siddharta llevaba un taparrabos rojo sujeto con una faja de cuero y una chaqueta roja. Ananda iba vestido de blanco. La diana se encontraba a doce metros de distancia. El mandala de la vida: un loto blanco.
La flecha de Ananda se clavó a pocos centímetros de la diana. Que mala suerte! Ananda siempre se esforzaba en alcanzar el nivel de Siddharta en el tiro con arco, aunque era un deporte que detestaba. No lograba mejorar, a pesar de los meses de entrenamiento que lo dejaban con los dedos llagados. Siddharta encubría a su primo cuando este, en un ataque de mal humor o por haber perdido, rompía un jarrón o cualquier otro objeto. Al principio, Ananda se sentía acomplejado y resentido respecto de su primo, pero con el tiempo, la paciencia y el afecto que le demostraba Siddharta consiguieron vencer su rencor.
-No apuntes a la diana.-le aconsejo Siddharta, sosteniéndole el brazo.-Ahora tensa el arco y dispara.-
La flecha voló a través de una hilera de anillos de metal suspendidos de una cuerda entre dos palos y cayo al suelo.
Contrariado, Ananda bajo el arco y se volvió hacia Siddharta.
Siddharta apoyo una mano en el hombro de Ananda y señalo el mandala.
-No te has concentrado lo suficiente.-dijo.-Debes sentir la vibración del arco.-
-Lo intentare de nuevo.-respondió Ananda.

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